Artículo por Rafael Estrada Michel
“Señor, se habla de la Nación como de un ente de razón, y de los pueblos como si no fuesen partes esenciales de ella”. - José Mexía Lequerica, diputado en Cádiz, 3 de agosto de 1811-
Un recurrente lugar común sostiene entre nosotros que hemos heredado de nuestros ancestros -lo mismo romanos que hispanos y mesoamericanos, vía municipium y altépetl- la vocación municipalista. Haríamos bien en reparar en el calificativo “constitucionales” con que nos referimos a nuestros Ayuntamientos, con miras a relativizar afirmación historiográfica de semejante contundencia.
La realidad citadina en la configuración constitucional mexicana es apreciable desde los primeros momentos modernos. “Pueblo” es expresión que denota derechos y privilegios, no simple territorialidad. De ahí que haya resultado hasta cierto punto esperable que, en Cádiz, tan determinante para nosotros, las poblaciones de la Monarquía se hayan agrupado en “Ayuntamientos constitucionales”: el Ayuntamiento parece constituir, parece ser constituyente, pero no en trámite palingenésico, sino revolucionario. Como sostuvo Fernández Almagro “no es, en verdad, el espíritu diverso y fecundo de los municipios medievales el que llega al título 6º de la Constitución gaditana, sino el propio de la simétrica Administración francesa, ya imperante entre nosotros: revalidado ahora. Y aquí sí que merecía la pena remontar el curso de la Historia, hasta descubrir en la diferenciación regional de España el secreto de una fértil unidad peninsular. A la unidad, por la diversificación, pudiera decirse: federando, pues... Pero justamente el temor al ‘federalismo’-la palabra se proyecta como un fantasma bajo el cielo de Cádiz- lleva al extremo el deseo de fundirlo y confundirlo todo... Por si el principio electivo empujaba lejos a los Municipios, se inventó el atadero de jefes políticos y Diputaciones, sólidamente amarrados al Poder central. Todo ello a la francesa...”[1].
Sólo en un sentido tangencial, muy relativo y hasta metafórico, ha podido afirmarse que Cádiz adoptó esquemas corporativos[2], si bien es cierto que en el alzamiento contra Napoleón (1808), caídas en desgracia las instituciones del superior gobierno, los pueblos, más que el “pueblo” en sentido rousseauniano, detentaban la soberanía y, a diferencia de nobleza e Iglesia, tendrían una significación constituyente. Para poder votar y ser votado, por ejemplo, no bastaba con poseer ciudadanía en abstracto: había que ser vecino de un pueblo, categoría esta última -la de “vecino”- que quedaba a la determinación de las juntas electorales de parroquia (art. 50 de la Constitución de 1812)”[3].
Más que de un more geometricum a la hora de cuadricular el territorio de la Nación trasatlántica, las Cortes de Cádiz parten de asociaciones naturales, preexistentes, intocables, que de alguna forma se develan desde un Iusnaturalismo firmemente radicado en el siglo XVI. Esta simiente “popular-corporativa” se matiza a raíz de 1812 en favor de la provincia, cuya junta electoral reunía a electores de parroquia y partido y, por tanto, determinaba la auténtica representación a las Cortes generales (artículo 78 de la Constitución), al tiempo en que los “pueblos” dependerían, para el fomento económico, de las Diputaciones provinciales y las Jefaturas políticas, ambas agencias de poder central en las regiones más lejanas de la Monarquía. Es difícil, sin embargo, caracterizar a la nación doceañista como un mero agregado de individuos libres de cualquier ropaje citadino o corporativo: se es español porque se pertenece vecinalmente a alguno de los pueblos de las Españas.
En agosto de 1811 las Cortes de Cádiz decretan la incorporación de los señoríos jurisdiccionales a la Nación[4]. Los pueblos de la antigua España (y unos cuantos de la nueva, como los pertenecientes al Marquesado del Valle o al Ducado de Atlixco) pierden con ello potestades adquiridas siglos ha. Orduña ha podido afirmar que el remedio para erradicar no sólo el señorío sino “todo lo que supusiera un atisbo de privilegio” a nivel local consistió en “la generalización de Ayuntamientos en todo el territorio español”[5].
Se abría paso, así, un Ayuntamiento revolucionario a efectos constitucionales. Para Merino el municipio constitucional “ya no sería una corporación autónoma del resto de las autoridades de España, sometida únicamente a la máxima voluntad del Rey –como lo fue hasta antes de las reformas borbónicas-, ni una entidad de gobierno equiparable a cualquier otra de las instituciones políticas de la Monarquía, con la única obligación de rendir cuentas sobre el uso de propios y arbitrios –como ocurrió a partir del reinado de Carlos III-sino que se convertiría en parte del poder ejecutivo del nuevo Estado que intentaba fundar la Constitución gaditana, como un instrumento más del aparato administrativo”[6].
Así pues, la añeja naturaleza corporativa del municipio castellano quedaba subvertida, cuando no aniquilada: la recuperación de potestades (como aquella de la jurisdicción) por parte de una Nación que inequívocamente se había declarado “soberana” impediría en adelante concebir a los Ayuntamientos como algo más que meras agencias territoriales del poder central. Por lo que toca a los territorios ultramarinos, dada la condicionante de distancia, la tensión se tornaba incluso más perceptible.
En la sesión del 30 de agosto de 1811 el diputado por la Ciudad de México José Ignacio Beye de Cisneros presenta a las Cortes la queja de varios regidores perpetuos del Ayuntamiento de México por la práctica de diligencias secretas para convertir en bienales sus oficios, separando a los regidores de éstos y sujetándolos a una tasa limitada. “Y en atención a que esto sería una infracción de un contrato oneroso aprobado por el Rey, suplicaba dicho Sr. Diputado se dijese al Virrey y Audiencia de México que nada innoven en el asunto y se arreglen a las leyes establecidas mientras S.M. no las revoca”[7]. El cabildo de la noble Ciudad se hallaba integrado por miembros de la élite criolla, que habían heredado las regidurías compradas por sus ancestros en un esquema de perpetuidad. Parece lógico que las nuevas pretensiones del poder centralizante no le fueran especialmente gratas.
El 9 de diciembre el ministro de Gracia y Justicia, mientras da cuenta a las Cortes acerca de la exposición del diputado Beye, señala que no hay testimonio de que el virrey Venegas ni la Audiencia de México hubieren promovido o realizado la modificación que motivó la queja, obrando en expedientes sólo una consulta del virrey al Consejo de Indias de la cual “resulta haber discutido por incidencia los ministros que asistieron al referido acuerdo, si será más conveniente hacer bienales los oficios de regidor; y aunque, excepto uno, los demás convinieron en esto, el Virrey se abstuvo de mandarlo por el conocimiento que tiene de que sólo el augusto Congreso puede hacer esta innovación”[8]. Aunque se sorteó el primer conflicto, la gran controversia parece haberse abierto para ya no cerrarse en las siguientes décadas.
Si los municipios no serían ya refugio de aristocracias locales, resultaba lógico proceder a su generalización entre toda la población de la Monarquía, tarea ingente en una América que contaba con innumerables repúblicas o parcialidades de naturales, pero con muy pocos Ayuntamientos. El 11 de octubre del propio año once el diputado por Coahuila Miguel Ramos Arizpe había pedido que pasara a la Comisión su propuesta de dotar con “municipalidad” o “cabildo” a las “poblaciones” de las “Provincias internas del oriente de la América septentrional”. Su proyecto se hace cargo del número de munícipes que debía corresponder a cada población, así como de las relaciones que los Ayuntamientos tendrían que guardar con “el gobierno de la provincia”, esto es, con la administración de la Diputación provincial y de la Jefatura política superior, figuras que también había logrado integrar a la discusión de la Constitución el inquieto saltillense[9].
¿Prefiguraba ya al federalismo mexicano, que resultó federación de comunidades provinciales y no de Ayuntamientos?
Algo hay de eso, sin duda. El 10 de enero de 1812 comienza en Cádiz la discusión del proyecto de artículo 307 (que terminaría siendo el 309): “Para el gobierno interior de los pueblos habrá Ayuntamientos compuestos del alcalde o alcaldes, los regidores y el procurador síndico, y presididos por el Jefe político donde le hubiere, y en su defecto por el alcalde o el primer nombrado entre estos, si hubiere dos”.
Florencio del Castillo, diputado por Costa Rica, espeta la siguiente opinión contraria a la presidencia asignada a un agente del Rey y de las Cortes, es decir, del Centro: “si las Cortes representan a la Nación, los cabildos representan un pueblo determinado: con que si se teme que el Rey o sus Ministros influyan en las Cortes, siendo éste un cuerpo tan numeroso... ¡con cuánta más razón hemos de temer que los Jefes de las provincias, que representan parte del Poder Ejecutivo, hayan de influir poderosamente en los Ayuntamientos!”[10].
El asturiano Conde de Toreno respondió acto seguido, y espetó célebremente un punto de la mayor relevancia para nuestra argumentación: que los Ayuntamientos no representan a los pueblos. “En la Nación no hay más representación que la del Congreso nacional. Si fuera según se ha dicho, tendríamos que los Ayuntamientos, siendo una representación, y existiendo consiguientemente como cuerpos separados, formarían una Nación federada, en vez de constituir una sola e indivisible Nación”. Los Ayuntamientos serían agentes del poder ejecutivo, representación del único poder público admisible: el de la Nación.
Los Ayuntamientos-agencias (que no los Ayuntamientos-corporaciones federadas) serán la vía adecuada para mantener la unión de los pueblos de la Monarquía y requerirán por ello de un agente controlador capaz de imponer localmente el desarrollo de los proyectos decididos desde el ámbito central. En su anti-federalismo furibundo la mayoría peninsular consideraba que “la representación nacional no podía seguir dispersa en los municipios, pues ello habría significado un doble riesgo: por una parte, el de la entrega de la verdadera representación nacional al Monarca y no a las Cortes, pues la contraparte del papel que jugaban los municipios en el orden antiguo estaba en el poder absoluto del Rey. Y por otra, el riesgo de la federalización”[11].
Dado que el artículo se plasmó en los términos del proyecto, hemos de apreciar que la inquina antifederalista de Toreno triunfó, y que los Ayuntamientos (ahora ya constitucionales) no podrían ser considerados sino agentes del gobierno para la administración económica de los pueblos, sin capacidad alguna de injerencia política.
El artículo se aprobó según la propuesta de la Comisión. La idea nacional no iba a ceder todo lo que había avanzado en el orden del unitarismo. Lo que en términos simples había solicitado Castillo era la eliminación de la preeminencia de los jefes políticos en los Ayuntamientos, siguiéndose en los entes locales el mismo sistema que en la Nación, a saber, aquel en el que los órganos electivos representan al pueblo. Ello parecía a Toreno tanto como decretar el carácter federado de la Monarquía. Al triunfar las concepciones del último, los Ayuntamientos no se entenderían sino como agentes del poder ejecutivo para el gobierno económico de los pueblos.
Presidiendo el jefe político superior los Ayuntamientos de las capitales provinciales se frenaba la tendencia del federalismo municipal, y los Ayuntamientos constitucionales mutaban hacia una naturaleza consultiva, parecida a la que se asignaría a las Diputaciones provinciales. Así como ocurría con las Intendencias del siglo XVIII, en las que el intendente acumuló el corregimiento de la capital provincial, el novedoso jefe político gaditano presidirá el Ayuntamiento de su sede, y los restantes alcaldes de la provincia serían subordinados, por su vía, al poder central.
La propuesta para el artículo 308 (310) fue aprobada en sus términos: “Se pondrá Ayuntamiento en los pueblos que no le tengan y en que convenga que le haya, no pudiendo dejar de haberle en los que por sí o por su comarca lleguen a mil almas, y también se les señalará término correspondiente”. El líder de las Cortes, el liberal asturiano Agustín de Argüelles, explica que para la Comisión de Constitución era necesario que hubiera Ayuntamientos allí donde conviniese, así como en todos los pueblos de más de mil almas. “Para la América el artículo es todavía más necesario, pues parece que allá hay pueblos de más de mil almas sin Ayuntamiento, siendo allí mayor la necesidad de tenerlos, ya por las distancias, ya por el sistema político con que hasta ahora se ha gobernado aquel país”[12].
La otra gran cuestión se discutirá con la propuesta para el artículo 310 (312): “Los alcaldes, regidores y procuradores síndicos se nombrarán por elección en los pueblos, cesando los regidores perpetuos, cualquiera que sea su título”. El guatemalteco Larrazábal aplaude que los oficios sean electivos, pero propone que un tercio de los regidores sean perpetuos. Toreno denuncia el caciquismo que esconde la propuesta, mientras que los peruanos Salazar y Ostolaza buscan que se indemnice a los antiguos propietarios de cargos[13].
Con la aprobación del artículo quedaron aparentemente consolidados los tres ejes de la reforma municipalista gaditana, que ha sabido distinguir el profesor Merino: “con la anulación del papel representativo de los cabildos, el municipio podía ya convertirse no sólo en aquel ‘agente del Poder ejecutivo’, sino en uno de los instrumentos privilegiados para lograr propósitos diferentes de los que permitió la primera reforma borbónica: si los municipios habían albergado a las oligarquías locales, y se habían convertido en una más de las corporaciones protegidas por la Corona, bajo la nueva concepción liberal cambiarían de bando: a partir de Cádiz, el mismo municipio serviría para combatir los estamentos antiguos a través de un triple proceso: en primer lugar, su expansión hacia el mayor número posible de pueblos, de manera que su implantación dejara de estar ligada a un criterio de cercanía política e influencia de grupos locales sobre la casa Real, para comenzar a ser un simple problema técnico de población. En segundo sitio, la elección popular de alcaldes, regidores y síndicos, como medio para garantizar la representación política de los ciudadanos y para desplazar, a un tiempo, a aquellas oligarquías locales que se habían adueñado –literalmente- de los cargos públicos municipales Y, por último, a través de una minuciosa definición de las atribuciones municipales y de la creación de órganos superiores de vigilancia y control, que se concretarían en la figura de los Jefes políticos superiores de cada provincia, y de los subalternos para cada partido”[14].
Parece, sin embargo, que las cosas resultarían mucho menos unívocas de lo que la cuadrícula borbónico-gaditana sugiere. Expandido constitucionalmente el Ayuntamiento por todos los rincones de la Monarquía.
Las atribuciones de los Ayuntamientos se encuentran en el artículo 321 de la Constitución y, como en el caso de las correspondientes a las Diputaciones provinciales, poseen un marcado aroma a fomento, a mera “libertad civil” no inficionada con autonomía política alguna, que se disuelve totalmente al exigirse la aprobación de las Cortes y la intermediación de la Diputación (“que las acompañará con un informe”) para las ordenanzas municipales que “formarán” los cabildos (facultad 8ª). Ello provoca que tres diputados centroamericanos -los ya mencionados Larrazábal y Castillo, de importante actuación posterior durante el primer Imperio Mexicano y la subsecuente República federal, junto con el salvadoreño Ávila- aleguen que “nuestras leyes” mandan que todo el “gobierno económico” corresponda a los Ayuntamientos que, sin embargo “se han venido reduciendo a ser unos simples pedidores que nada determinan, sino que en todo obran por representaciones o consultas a los Gobernadores” (ahora Jefes políticos), por lo que proponen a las Cortes aprobar los siguientes tres puntos, que en buena medida podrían considerarse los primeros antecedentes de nuestro “municipio libre”, que resultaría tan incómodo -por corporativo- a las generaciones liberales de 1857 y de la República restaurada:
“1.- Que sus funciones (de los Ayuntamientos), a más de las expresadas en el artículo 319 (321), sean las que por las leyes les están designadas, y no se reservan a la Diputación provincial.
2.- Que el Jefe político no perturbe a los regidores en los acuerdos de sus cabildos, dejándolos votar con libertad.
3.- Que cuando presida los cabildos, no tenga voto sino para dirimir en discordia”.
Las propuestas pasaron a la Comisión de Constitución[15] pero no fueron incluidas en el texto constitucional definitivo. No hallarían tampoco concreción constitucional en el México liberal del siglo XIX, tan poco entusiasta de corporativismos inconfesados y tan dependiente de los “jefes políticos” que colmaron la paciencia de los pueblos, y tendrían que esperar a la Constitución de 1917 para poseer plenitud en una realidad que, derivada de nuestro largo letargo autoritario, hemos de confesar más bien normativa y meramente letrística. Se trata de otra faceta de esta historia en la que bien vale la pena profundizar pues, como podemos entresacar de la obra de Alonso Lujambio[16], acaso explique uno de los factores (y en forma alguna el menor) de la debilidad apreciable en nuestra siempre inacabada transición a la democracia, tan llena de intervencionismos centralizadores vergonzantemente “superiores”. En el principio fue Cádiz…
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Rafael Estrada Michel - Abogado por la Escuela Libre de Derecho, diplomado en Antropología Jurídica por la Escuela Nacional de Antropología e Historia, grado en Derecho Constitucional y doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca.
Director General de la Revista Tiempo de Derechos; coordinador del programa de acceso a la Justicia del Poder Judicial del Estado de México; miembro del Consejo de Gobierno de la Universidad La Salle (Morelia). Profesor en la UAM-Azcapotzalco, la UNAM y la Escuela Libre de Derecho. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel 2. Autor de Monarquía y Nación entre Cádiz y Nueva España; Nación y Constitución en 1812; Obedezco pero no cumplo: Iushistoria constitucional en México; Padre Mier: Semblanza y Obra; Xavier Mina; José María Morelos. Con Alonso Lujambio escribió Tácticas parlamentarias hispano-mexicanas.
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[1] Fernández Almagro, Melchor, Orígenes del Régimen Constitucional en España, (Editorial Labor, Barcelona-Buenos Aires, 1928), pp. 135-136.
[2] “Los nuevos Ayuntamientos electivos representaron un fenómeno de neocorporativismo dentro del cuadro constitucional”, fenómeno por virtud del cual –y contra la expresa voluntad de los padres gaditanos- “las soberanías de los pueblos se contrapondrán durante mucho tiempo a la soberanía del pueblo o de la Nación”. Annino, Antonio, “Soberanías en lucha”, en Annino, Antonio y Guerra, François Xavier (coordinadores), Inventando la nación. Iberoamérica. Siglo XIX, (FCE, México, 2003). p. 181. Cursivas del autor.
[3] Annino, Antonio, “Voto, tierra, soberanía. Cádiz y los orígenes del municipalismo mexicano”, en Revoluciones Hispánicas. Independencias americanas y liberalismo español, François Xavier Guerra (dir.), (Cursos de Verano de El Escorial, Editorial Complutense, Madrid, 1994), p. 273.
[4] Según L. Sánchez Agesta, la verdadera revolución de Cádiz ha de hallarse en los decretos expedidos por la Cortes entre los años 1811 y 1813, suprimiendo los señoríos y privilegios y estableciendo las libertades de propiedad agraria, de comercio y de trabajo. Sánchez Agesta, Luis, Historia del constitucionalismo español, reimpresión de la 3ª edición revisada, (CEC, Madrid, 1978), p. 25, nota 4.
[5] Orduña Rebollo, Enrique, Municipios y provincias. Historia de la organización territorial española, presentación de Rita Barberá Nolla, prólogo de Luciano Parejo Alfonso, (Federación española de municipios y provincias / Instituto Nacional de Administración Pública / CEPC, Madrid, 2003), p. 294.
[6] Merino Huerta, Mauricio, El Municipio en la formación del Estado Nacional Mexicano (primera versión mecanuscrita), tesis doctoral, (Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Ciencias Políticas y Sociológicas, Madrid, 1996), pp. 71-72. El destacado es nuestro. Según François Guerra hacia fines del Antiguo Régimen los municipios “eran de hecho el único estamento que dialogaba realmente con el rey” mientras que a raíz de Cádiz “no son ya cuerpos con derechos sino divisiones administrativas de una Nación formada por ciudadanos iguales”. Guerra, François Xavier, México: del Antiguo Régimen a la Revolución, traducción de Sergio Fernández Bravo, (3ª reimpresión, FCE, México, 1995), I, p. 257.
[7]Diario de sesiones de las Cortes generales y extraordinarias de la Monarquía (DS), sesión del 30 de agosto de 1811, III, p. 1727. Cursivas mías.
[8] DS, sesión del 9 de diciembre de 1811, III, p. 2395.
[9] DS, sesión del 11 de octubre de 1811, III, p. 2050.
[10] DS, sesión del 10 de enero de 1812, IV, p. 2590. Cursivas nuestras.
[11] Merino, El municipio..., pp. 72-73.
[12] DS, cit., IV, p. 2593.
[13] DS, sesión del 25 de marzo de 1812, IV, p. 2974.
[14] Merino, El municipio..., pp. 74-75.
[15] DS, sesión del 14 de enero de 1812, IV, p. 2622. Cursivas nuestras.
[16] Entre otras, Lujambio, Alonso, ¿Democratización vía federalismo? El Partido Acción Nacional, 1939-2000: la historia de una estrategia difícil (Fundación Rafael Preciado Hernández, A. C., 2006).